Author: Marta Álvarez Martín
•10:03

El tiempo libre, casi siempre, suele resultarnos muy tentador. Ilusos nosotros, al no caer en la cuenta de que él nos hace pensar y pensar, nos hace pensar demasiado. Y al final uno acaba maldiciendo al tiempo libre.
No sé si fue ese tiempo libre que me lleva acompañando indeseadamente durante una semana, o la fiebre o puede que incluso mi esencial fatalismo, no se quién me impuso estos pensamientos. Pero, no se trata de tristeza, ni de lamentos o maldiciones, tampoco de alegrías ni sobresaltos. Es una sensación, más allá de todas esas cosas, la que me acompaña, la sensación de estar viviendo dentro de una burbuja de licor o de una pompa de jabón, un sueño que se va descubriendo como una mentira.
Ni me compadezco, ni me enorgullezco y ni siquiera me arrepiento de uno solo de mis pasos. Simplemente me voy dando cuenta, poco a poco, de que el jardín del Edén no es más que un invernadero. Y como ni las lágrimas ni las sonrisas saben crear nada nuevo (solo modifican lo existente) he decido unirme a la indiferencia forzada de una flor que sabe que le robarán el polen. Porque quién sabe si quizás, algún día, dentro de un tiempo, vuelva a florecer mi esperanza por alguna otra parte. No digo en un jardín, pero al menos en algún modesto parque.
Author: Marta Álvarez Martín
•13:23

Puede que a algún “intruso” que haya encontrado por casualidad este texto, piense, una vez lo haya leído, que mis palabras son sensacionalistas y exageradas, caóticas y sin argumentación, puede que crea que estén tendidas en un hilo de seda. Es un riesgo que toda opinión debe correr, y que todos los que opinan asumen, porque nadie debería de atreverse a hablar de verdades o mentiras. El caso es que el otro día, al salir de clase, mientras ojeaba con las páginas de un periódico, una mujer, pura encarnación del diablo, me dedicó una sonrisa de desprecio y una mirada repulsiva. ¡Pagana y roja!, debió pensar. Se me vino a la cabeza el debate que planteamos en clase de Literatura Hispánica: la influencia del franquismo en la sociedad actual. La verdad, nunca suelo participar activamente en los debates, suelo escuchar todas las opiniones y, al final, sacar una conclusión de todo. No me gusta pregonar mis prejuicios a los cuatro vientos, soy muy reservada para ello. Así que escuché, escuché y escuché. Que si Franco debió de haber hecho algo bueno por España, aunque sólo sea una cosa. Que si de nada vale todo lo que hizo, por bueno que sea, si se debía de pagar el precio que se pagó. Que si no había hecho nada, absolutamente nada, por aquella España. Quizás las opiniones no sean nunca ni verdaderas ni falsas, pero siempre nos aportan elementos nuevos que nos ayudan a formar nuestra opinión, nuestra “verdad” y nuestra “mentira”. Lo que parece cierto es que algo de aquel régimen autoritario de hace más de 30 años sigue presente en nuestra España. Prejuicios heredados de una sociedad controlada por una iglesia, un ejército y un gobierno corruptos, sí, corruptos, corrompidos por el poder y la satisfacción que causa la sensación de dominar, prevalecer, elevarse sobre los demás. Estar “en la cumbre” siempre nos ha resultado muy atractivo, aunque nunca nos solemos parar a pensar en cuales serán las verdaderas cumbres. Ojeo, mientras espero el autobús en Virgen de Luján en Sevilla, un periódico. Lo ojeo con recelo, con la mirada crítica de quién está descubriendo los mecanismos de los medios de comunicación de masas, lo ojeo, y nunca lo leo, como una estudiante de segundo de Periodismo bastante escéptica. Ojeo con repugnancia todo el teatro político en el que está sumergida España. Es El País, y no el ABC, y una mujer, con toneladas de litros de colonia sobre su cuerpo, con otras tantas toneladas de maquillaje sobre su rostro, con las manos rebosantes de anillos, el cuello lleno de enormes collares de oro y el pelo cubierto de laca; esa mujer, que no se si me recuerda a un payaso de circo o a una actriz de Hollywood, me mira a mí, una chica de 19 años, con una camiseta arrugada y unos vaqueros gastados, unas zapatillas deportivas, una pasada y el pelo alborotado y nada en las muñecas, ni el cuello, ni en los dedos de las manos. Me mira a mí, que precisamente en ese momento estoy ojeando El país, casi tumbada, en el asiento de una parada de autobús. Y me mira con su peor cara, y tal vez pensará: ¡En qué se ha convertido esta sociedad, esta juventud de hoy en día!