Author: Marta Álvarez Martín
•16:29

Faltaba algo sobre la mesa,

cuando el mago perdió su carta.

Una mirada ausente.

Una llamada en espera.

Una novia sin velo.

Una vela sin llama.

Faltaba algo sobre la mesa,

cuando el gato cogió a la rata.

Una sospecha presente.

Una sonrisa austera.

Una noche sin sexo.

Una amante sin cama.

Faltaba algo sobre la mesa,

cuando el dolor venció a la rabia.

Una lágrima latente.

Una muñeca de tela.

Una bebida sin hielo.

Una comida sin salsa.

Faltaba algo sobre la mesa,

¿qué era aquello que no estaba?

Una herida caliente.

Una esperanza secreta.

Una serpiente sin veneno.

Una vida sin alma.

Author: Marta Álvarez Martín
•3:02

La gente sufre. La gente llora. La gente muere. ¿Y ustedes por qué sonreís?

Yo miro hacia otro lado, dijo uno.

Yo disfrazo mi tristeza, dijo otro.

Yo imagino que no existen, dijo él.

Yo no pienso en las penas, dijo ella.

Y nadie más abrió la boca.

Author: Marta Álvarez Martín
•4:58

Huele a tierra mojada. No para de llover. El mar brama y grita a la vida. Un barco busca, a tientas, el puerto. Mis ojos apenas pueden abrirse. El viento golpea mi pelo, el frío congela mis pies, el aire perpetra mis manos. Recuerdo cuando fue la última vez que me senté, en una tarde como esta, sobre la arena fría de la playa. Quería escribir una poesía y acabé escribiendo una carta al desencanto. Caí, vencida por la melancolía del que busca sin mirar, del que habla porque no puede ver.

Esta tarde es diferente. Aparentemente todo puede parecer igual, pero mis pies han recorrido más caminos, y mis ojos han contemplado más amaneceres. Para nosotros, cada momento es siempre distinto. Paseo, serena, en paz. Me gusta escuchar el oleaje, buscar conchas de colores, ver mis huellas marcadas en la arena. De chica construía castillos en la orilla, cercados con una gran muralla de arena. Y me sentaba un rato a observar como el mar lo devoraba todo. Cada cosa vuelve siempre a su lugar.

La tormenta sigue, arrecia con más fuerza. Pero de todo se aprende. Los minutos pasan, la vida nunca espera. Las nubes tapan al sol, pero sé que está ahí, en algún lugar del cielo, esperando su momento.


[Foto: sacada con mi cámara Nikon D-40, el 31 de Diciembre de 2009, en la Playa de la Victoría, Cádiz]

Author: Marta Álvarez Martín
•2:53

Dicen que la mayor tragedia del ser humano es tener conciencia de su propia muerte. Miles de religiones y filosofías se han centrado en saber llevar la inexistencia de la existencia, en afrontar nuestra finitud en este mundo en el que todo cambia y todos emanan de todos, como una gran materia, siempre en movimiento. Yo hasta hace unos años, cuando pensaba en la muerte sentía mucho miedo. Había crecido en un colegio cristiano y según una filosofía cristiana. Pero cuando empecé a tener uso de razón me pregunté si Dios existía, y, sopesando las posibilidades, decidí que lo más probable era que no existiese, y que si lo hiciera, no se iba a preocupar por nosotros, y en el hipotético caso de que existiese y se preocupase por nosotros, ¿cómo evitaría la muerte de nuestro pensamiento, si este va ligado a nuestro cuerpo?, ¿qué parte de nosotros viviría eternamente, si nosotros mismos vamos cambiando de pensamiento con cada acontecimiento que sucede en nuestras vidas? No, decidí que no había nada más allá de la vida, no había nada más para nuestra consciencia, que una vez muertos, no viviríamos más. Así pues, cuando miraba a mi alrededor y veía una cama, una mesa, una silla y un sofá, me preguntaba: ¿seré algún día como ellos?, ¿una simple materia que está y que no piensa? Me aterrorizaba que el mundo viviese sin yo poder verlo, sentirlo, respirarlo… soñaba con que el hombre, algún día, encontrara la fórmula de la vida eterna. Y me preguntaba si en toda la historia de la humanidad alguien había encontrado el método de poder vivir sin miedo a la muerte. Fue entonces cuando me empecé a interesar en la filosofía. Fui leyendo a autores, algunos con miedo a la muerte, otros sin demasiada preocupación. ¿Era posible vivir sin temer a la muerte? Hubo una época en la que todas las noches pensaba en la muerte, llegando a obsesionarme tanto que me costaba conciliar el sueño. Tenía miedo a dormir y no volver a despertar. Pero un día decidí que ya estaba bien, que de todas maneras no podría evitarlo, que lo que tenía que hacer era vivir y dejar que la vida me enseñase a saber vivirla. Y así fue. En mis manos cayeron textos de filosofías orientales, budistas, del estilo de vida yóguico… filosofías que se habían enfrentado a la muerte sin taparla. Me di cuenta de que mi mayor enemigo era el egocentrismo, y era él el que temía a la muerte. Y lo fui matando poco a poco. Hasta que asumí que moriría un día, como todos, porque no hay vida sin muerte, ni muerte sin vida. Porque entendí que la vida y la muerte es lo mismo.

Pero, cosas de la vida, nunca me imaginé que llegaría a pensar que hay cosas peores que la muerte. Nunca. Hasta estas navidades. Hay algo mucho peor que la muerte, y se llama morirse lentamente. Es ese estado entra la vida y la muerte, esa agonía. Es verla en la persona que te ha criado, en la mujer que ha sido como tu segunda madre y te ha querido casi tanto como ella. No puedo evitar derramar lágrimas de impotencia. Todos deberíamos morir deprisa. Nadie debería degradarse hasta tal punto de no poder levantarse, no saber ir al baño, no acordarse de quienes son las personas que le rodean. Sin embargo así ocurre. Jamás pensé que le desearía la muerte a mi abuela, pero la vida es así de puta. Así de perra. Y lo peor es que no podemos hacer nada, que tendremos que ver como el alzhéimer la va consumiendo, poco a poco. Lo peor de todo es que ni yo podré estar a su lado, porque dentro de un días me marcho a Italia (no sé con qué conciencia ni con qué ánimos). Así es… su mente se va muriendo mientras su cuerpo resiste a la vida, bromas del destino. Nunca hay que tener miedo a la muerte (que, al fin y al cabo, nunca es real porque no se puede experimentar) sino a la mala vida.